Si bien cada
unx crea la relación que mejor le parezca con quien elija –sin necesidad de
etiquetas que medien-, sentimos constantemente la necesidad de catalogar,
definir, encasillar. Cuando esta
necesidad se refiere a una situación propia… ¡zambullámonos sin más! Pues es
algo que hace a nuestro mundo inmediato. (Distinto sería el catalogar
situaciones ajenas que no nos involucran). Definirnos y repensarnos son tareas de las más interesantes que existen y ni
hablar de productivas.
Es interesante el doble significado de la palabra “definición”. Podemos estar hablando, por un lado, de la búsqueda de un término que describa de manera adecuada alguna cosa o hecho. Por el otro, también podemos referirnos a una decisión o terminación de una duda, pleito o contienda.
En cuanto a
relaciones humanas se refiere, cómicamente, una definición suele llevar a la otra.
Llegamos a un punto en el cual elegimos sacarnos la duda y ponerle una etiqueta
a esa entidad que existe entre dos (o más) personas. Luego, podemos hablar de
ella en términos comunes a una mayoría, cosa que por lo general brinda
comodidad.
Toda
decisión implica dejar de lado, cuanto menos, otra opción diferente. Tendemos a
pensar que existe una opción “correcta” y a achacarnos cuando nos damos cuenta
de que quizá aquella dejada de lado hubiera sido más adecuada. Por eso cuesta tanto
decidir e incluso no falta quien se sienta más cómodx de no tener opciones, de
no tener que hacerlo.
No obstante,
no existe decisión acertada, sólo una sucesión de decisiones que arriesgamos cuando
se nos presentan y con las cuales deberemos –por nuestro propio bien- estar en
paz en el futuro. El autocastigo, de nada sirve.
Como decía Tennesse
Williams: “Todo podría haber sido cualquier
otra cosa, y hubiera tenido el mismo sentido”.